Escrito por Juan Thiago Leanza Montes (Ig @juanthii)
“Cine como sueño, cine como música. Ninguna forma de arte va más allá de la consciencia ordinaria como el cine, directo a nuestras emociones, profundo en el cuarto crepuscular del alma”.
– Ingmar Bergman
Si un cineasta ha sabido indagar en las más oscuras contradicciones del alma humana, llevado su vida al cine, un cine sin escrupulosidad por ser digestivo, y visto en el arte cinematográfico la oportunidad de adentrarnos en lo profundo de nuestro inconsciente, ése cineasta ha sido Ingmar Bergman. Alguna vez dijo: “En realidad vivo continuamente dentro de mi sueño, y hago visitas a la realidad”. Vida como sueño, cine como sueño… irremediablemente, cine como vida y lo mismo a la inversa. Ambos se contaminan, ambos se retroalimentan; la pasión por el cine se traduce en pasión por la vida, porque tanto uno como el otro están hechos de lo mismo. El que diga que la realidad está delimitada por una percepción puramente objetiva de lo que es aprehensible con los sentidos, miente, o no sabe lo que dice. La realidad es indisociable de un proceso individual y subjetivo. Mis sueños son también mi realidad, mis recuerdos también configuran la forma de mi presente. “A través del arte, el ser humano se erige sobre la realidad a través de la experiencia subjetiva…”.1 Bergman veía en el cine la capacidad de adentrarse en este mundo, el mundo del individuo que sueña mientras vive. Con Persona (1966), Bergman lleva al límite un que se mira a sí mismo y nos mira a nosotros, un cine autoconsciente de su propia filmicidad en donde se confunden los límites de lo real, lo filmado con lo proyectado, lo soñado con lo vivido.
1 Tarkovsky, A.: Esculpir en el tiempo.
Un proyector se enciende, una película animada corre frente a nuestros ojos, una serie de sucesos inconexos, libres de cualquier vínculo lógico, se desencadenan: una secuencia en cámara rápida de una película muda, una tarántula, una oveja siendo degollada y destripada, una mano sangrante atravesada por un clavo, una pared de ladrillos, un paisaje nevado. Y luego, fotogramas estáticos de cuerpos, igual de inmóviles, petrificados. “La película que pasa por el proyector vertiginosamente y estalla en imágenes y breves secuencias era algo que yo había llevado dentro mucho tiempo”. Es una especie de poema visual, una serie de imágenes iconográficas que provienen de la subjetividad del autor. Vida, luz, oscuridad, movimiento, animación, quietud, muerte. En un principio Bergman había considerado llamar al film “Cinematógrafo”, título quizás poco original pero absolutamente honesto con la naturaleza del proyecto artístico. Persona es un film donde el cine mismo parece hablar en primera persona, como si el proyector cinematográfico tuviese autonomía suficiente como para intentar borrar cualquier signo de una identidad autoral individual, iluminando con su inherente capacidad de anular los nexos lógicos de la lengua para acceder a un lugar donde quizás sólo cabe lo irracional y oculto en lo más profundo del subconsciente humano, aquel lugar donde nos lleva esa falla óptica que nos permite absorber movimiento en una serie de veinticuatro imágenes por segundo, donde las palabras devienen inútiles y el sentimiento está en su estado más puro. Un cine poético, un cine inscripto en la modernidad y, por lo tanto, un cine del tiempo. En búsqueda de su propia autonomía artística, el film constantemente nos recuerda que estamos viendo un proceso no menos artístico que artificioso. Acá no caben preguntas como “¿son Alma y Elisabet una misma persona, desdoblada en dos?”, o “¿cuándo es un sueño y cuándo es la realidad?”. Quizás las palabras no sean suficientes para ahondar en la verdad de un film como Persona, porque es una obra que alcanza un nivel de autoconciencia que parece escapar de las manos de su propio creador, tomando vida propia. Con Persona, el propio Bergman interroga al cine constantemente y proyecta, sobre la pantalla, sus sueños, quizás es un intento de descubrir en el medio cinematográfico los secretos ocultos que hacen del cine el único medio capaz de provocar aquella vertiginosa sensación mágica de la que Bergman habla, comparable sólo con las ilusiones propias de la infancia.
El rostro y la nada
Un niño extiende su mano en un afán de palpar un rostro en primer plano, difuso, lejano, pero a la vez magnificado como si estuviese bajo un lente, de una mujer, de su madre. “Me inclino sobre fotografías de la infancia y estudio el rostro de mi madre con una lupa en un intento de penetrar a través de sentimientos podridos. (…) mi devoción la molestaba e irritaba, mis muestras de ternura y mis violentos arrebatos la inquietaban”.2 No puedo evitar sentir que una vez más Bergman ha volcado en el arte cinematográfico, quizás inconscientemente, los fantasmas de su pasado, como si cada una de sus películas tratase de alguna manera de inyectar un germen autobiográfico: el deseo de un niño de acceder al afecto, al tacto de su madre, el deseo desenfrenado y febril de sentirse amado.
2 Bergman, I.: La linterna mágica. CABA: Tusquets Editores, 2015, pág. 11.
El niño intenta acceder a un rostro que se vuelve demasiado grande y demasiado borroso como para ser identificado. Una imagen táctil, un Imago3 maternal, palpable, a la vez que distante, del anhelo de un hijo, una imagen virtual que no permite ser actualizada pero que a la vez se vuelve un germen que impregna y persiste a lo largo de la película. El film se apropia de la problemática del deseo, encarnándolo en sus personajes. Encontramos una homologación entre el anhelo del niño de la secuencia inicial y la historia de Elisabet con su hijo, que no es más que la historia de un deseo maternal reprimido. “Querías ser madre. Cuando supiste que era definitivo, tuviste miedo (…) Pero todo el tiempo actuaste, interpretaste el papel de la feliz madre expectante (…) Trataste varias veces de deshacerte del feto, pero fracasaste. Cuando supiste que era inevitable, empezaste a odiar al niño y desear que naciese muerto”. Ese deseo frustrado se comunica con el niño del inicio que no puede concretar contacto con aquel rostro femenino inidentificable. La virtualidad de aquella no consumación del amor maternal insiste a lo largo del film y la memoria, entonces, aparece en forma de insistencia, como la ruptura o la falla de un principio activo que es la capacidad de olvidar como condición para actuar y para vivir. La negación opera en Elisabet como un mecanismo sistemático que le permite no dejarse perturbar por el problema más mínimo. Se vuelve muda y apática. Renuncia a todos los roles actuales y virtuales de su vida, abdica su identidad para convertirse en algo así como un fondo de pura indiferencia. “¿Crees que no lo entiendo? El sueño imposible de ser. No de parecer, sino de ser. Consciente en cada momento. Vigilante. Al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres para los otros y para ti misma, el sentimiento de vértigo y el deseo constante de, al menos, estar expuesta, de ser analizada, diseccionada, quizás incluso aniquilada. Cada palabra una mentira, cada gesto una falsedad, cada sonrisa una mueca”.4
Pocos cineastas se han acercado al rostro humano con la magnitud y el ímpetu con los cuales lo ha hecho Ingmar Bergman. Es en Persona donde el primer plano del rostro llega a sus límites, despojado de cualquier principio de individuación, de la posibilidad de conservar cualquier unidad integral. “Bergman llevó hasta su extremo el nihilismo del rostro, es decir, su relación en el miedo con el vacío o con la ausencia, el miedo del rostro frente a su nada”.5 Aniquila el rostro y lo enfrenta al abismo de su propia nulidad. La operación del primer plano permite que las identidades de Alma y Elisabet se desdibujen y resquebrajen en la pérdida de su principio individuación, hasta el punto que no queda más que una alienación de todo aquello que representaba el rostro en su totalidad. Lo que queda es el espacio vacío, o tal vez desfigurado, que permite unir una parte de uno con una parte de otro. Los persistentes primerísimos primeros planos de Bergman llegan a extremos casi patéticos, que reducen a los personajes a una amalgama de partes faciales que permiten destituir su individuación a la vez que fusionan sus rostros. El rostro no solo ha perdido su triple función en términos deleuzianos, sino que si el primer plano hace de este un fantasma, entonces éste se encuentra demasiado desfigurado como para ser otra cosa más que un vestigio de lo que una vez fue individuo, se abstiene de ser otra cosa más que borramiento. “Hay una palabra que siempre me había obsesionado y que me vino al
3 Carl Jung acuña el término “Imago” para referirse a imágenes subjetivas que constituyen prototipos universales en la psiquis de cada individuo.
4 Diálogo del personaje de la doctora.
5 Deleuze, G.: La imagen-movimiento. Barcelona: Editorial Paidós, pág. 148.
pensamiento: persona, el vocablo latino con que se designaban las máscaras detrás de las cuales, en la antigüedad, los actores ocultaban el rostro (…) Yo estaba encantado: mi film llevaría ese título curioso, Persona, palabra cuyo primer sentido fue extrañamente alterado, porque, de significar máscara, pasó a designar a aquél que se oculta detrás de ella.” Quizás para Bergman la fijación del rostro responde más a una búsqueda filosófica que estética. El rostro se descompone, la fisicalidad de las facciones se enfrentan a la noción abstracta del individuo y en el mismo proceso surge la pregunta: Detrás de mi rostro, detrás de mis máscaras ¿quién soy? La anulación del rostro como institución de una existencia singular e irremplazable se ve desmoronada a pedazos en los primeros planos de Liv Ullmann y Bibi Andersson. Bergman sostenía que los planos medios eran aburridos y poco interesantes, y a lo largo de su filmografía insistía en primeros planos que parecieran tener intenciones de exceder cualquier límite impuesto por las facciones humanas para acceder a algo más, podríamos decir al alma humana o ¿por qué no, también -para el desagrado de cualquier espíritu que se estremezca ante un patente nihilismo-, a esa nada misma?
Proyecciones y reflejos: Un cine que se mira a sí mismo
Persona es cine sobre cine. La secuencia de inicio predispone al espectador a reparar en que está viendo una película que exige más de lo que requiere cualquier gramática clásica que se contenta con ser lógica y aprehensible. El desfile de fotogramas del principio, la luz cegadora del proyector, exponen desde un comienzo la artificialidad del medio cinematográfico, y la historia de Elisabet y Alma entonces no es más que un juego de luces y sombras proyectadas en una pantalla. El aparato cinematográfico pasa a ser ese fondo virtual del cual surge una maquinación de imágenes donde no hay posibilidad discernible entre lo real y lo imaginario. En un momento del film se congela el fotograma de un primer plano del personaje de Alma y se produce la sensación de que el celuloide se rompe y se prende fuego. Detrás del rostro de Alma solo queda una pantalla en blanco, aquel fondo implícito que se esconde detrás de cualquier serie de imágenes proyectadas. El espectador se percata que detrás de esas imágenes no hay nada más que una superficie iluminada, ocupada previamente por la luz que se filtraba a través de una interminable tira de celuloide. En un proceso tan simple como este, el espectador mismo comienza a pensar y a reflexionar, aunque sea de forma casi inconsciente, sobre la naturaleza fílmica. En lugar de tener que preguntar qué es lo que quiere decir Bergman con un proyecto tan experimental e innovador como Persona, yo creo que deberíamos de decir ¿cuál fue su búsqueda?, ¿hacia dónde intentó llegar? Bergman exhibió al cine mismo en primer plano no para intentar enseñarnos algo o para exponer su propia visión del cine, sino más bien con el propósito de descubrir algo, en un afán de que el cine mismo hable por sí mismo y en ese acto de autoconciencia revele algo de la naturaleza enigmática que tanto nos cautiva.
El juego entre el ser y el parecer es un móvil recurrente en el film, pero lo es también en el cine. No hay ser, sino representación. El rostro desfigurado compuesto de Alma y Elisabet es un ícono del conflicto del individuo moderno que, enmascarado, busca a su yo entre sus otros yoes. Mi rostro ya no es el mío, sino el de otros. De la misma forma que Persona es un film consciente de su filmicidad, Alma y Elisabet son presas de la angustia asfixiante de estar atrapadas en la duración de la imagen en la pantalla. La naturaleza metafílmica de la película es la autoconciencia de la modernidad que descompone un modelo narrativo en su búsqueda por una identidad oculta detrás de sus propias máscaras. En el momento en el que se rompe esa dicotomía hombre/mundo, el siglo XX, en términos artísticos y filosóficos, descubrimos que el otro, el incógnito, aquel engendro, no sale del mundo, sino del sujeto. Surge una crisis en la cual lo subjetivo y lo objetivo se entretejen de forma casi indiscernible. La conciencia pasa a ser un nivel superficial de existencia, hay algo más por debajo, algo que insiste y persiste y que tarde o temprano emerge.
En uno de los planos más memorables del film vemos a Alma y Elisabet, una al lado de la otra, mirándose al espejo. Pero a la vez el espejo mismo devuelve su mirada hacia la cámara, nos miran a nosotros. Descubren, en su reflejo, una sospechosa semejanza. Actual es la imagen de ambas sobre la superficie del espejo, virtual es su cuerpo, la carne y el hueso que se esconden a un costado de la cámara. Podrían entrar a cuadro y en ese mismo proceso virtualizar la imagen de su reflejo, pero entre el cuerpo y su imagen reflejada, ¿hay más que una oposición entre estatutos de actualidad y virtualidad? ¿Para la cámara cinematográfica, que poco distingue entre reflejos y cuerpos sino más bien entre luces y sombras, al fin y al cabo, no son ambos una representación? El uso de espejos nunca está a servicio de soportar la diferenciación entre el cuerpo real y el cuerpo reflejado. Ya no hay diferencia entre imagen y realidad. Lo real es movimiento y luz. En un film como Persona cada una de las imágenes podría eventualmente ser reflejada por otra y a la vez ser el reflejo de otra. Los personajes giran en torno a un punto ciego. “¿Estuviste en mi habitación anoche?”, le pregunta Alma a Elisabet. Ésta inmediatamente niega con la cabeza y sigue con su camino. Tanto en el plano del espejo como en la secuencia de inicio aparecen dos ideas complementarias del cine: cine como portal, como una ventana prácticamente tangible, y cine como espejo, como un reflejo de aquello que proyectamos sobre él. A menudo la cámara observa el espacio diegético como un espejo, en primeros planos de rostros que miran fijamente a cámara. Nosotros devolvemos la mirada a la mirada misma de los personajes. Es una mirada que nos interpela, que nos penetra como si fuese un pedido angustiante de respuesta que no pudiese concretarse a través de la distancia que separa al espectador de la pantalla. Los espejismos entre Alma y Elisabet se producen sistemáticamente en un juego de apariencias que no cesa de evolucionar a lo largo del film. En el momento que ambas se encuentran en la cabaña de la doctora el tiempo parece desdibujarse. ¿Cuántos días pasaron encerradas en la soledad de su mutua compañía? Cada elipsis, cada día, realiza un corte que marca un fragmento distinto y autónomo de cualquier causalidad lineal previa. Ningún día es el mismo, porque en la extensión del tiempo tanto Alma como Elisabet no cesan de evolucionar y desfigurarse. El pasado de una se homologa con el pasado de otra, se funden en espíritu e inmediatamente intentan disociarse. Elisabet absorbe a Alma, y a la vez es una superficie en la que ella proyecta sus roles, sus máscaras. Plasma en el rostro inmutable de Elisabet la desesperación que le produce indagar en sus propias identidades. Alma, la bondadosa enfermera casada con un respetado médico; Alma, la mujer infiel que quedó embarazada de un desconocido en la playa. En el momento en que el neorrealismo italiano pone en crisis un sistema sensorio-motriz regido por causas y efectos, se introduce en el espacio fílmico una realidad
fragmentada e inconexa en donde nada está predeterminado y los personajes no saben reaccionar ante lo que se les presenta. Elisabet absorbe de forma casi vampírica el espíritu de Alma hasta el punto de agotarlo. Los ataques de rabia de Alma poco tienen que ver con el eterno silencio de Elisabet, sino que más bien no soporta estar con ella porque cuando Alma la mira, no puede evitar ver en ella su propio reflejo, la que devuelve la mirada es ella misma, no Elisabet. ¿Dónde comienza una y dónde termina la otra? Se mimetizan, en gestos, vestimenta y fisonomía, como si una fuese imagen de la otra, una imagen que se compone y se descompone alternando distintos niveles de realidades que van más allá de cualquier cuestionamiento lógico. La crisis de la posguerra es la desesperación del cineasta Guido Anselmi de 8 ½ por no saber cómo terminar su film y el silencio de Elisabet, que en mitad de su actuación se ha quedado muda. Los personajes quedan paralizados, ante la ruptura de un sistema que se ha llenado de agujeros y vacíos, un cine moderno que deviene en un pensamiento fílmico que solo dispone del tiempo como medida del movimiento, tiempo como duración y extensión de un espíritu.