Isle of Dogs lo tenía todo para ser un perfecto manifiesto político en defensa de los oprimidos. Lo primero que vemos es la reconstrucción de un mito milenario, que recuerda mucho a la historia real de los pueblos originarios de América y Asia: los perros reinaban el actual territorio de lo que parece ser Japón, hasta que los humanos los invadieron y los subyugaron. Muchos siglos después, frente una epidemia de gripe canina que amenaza con infectar a las personas, el gobierno toma la decisión de descartar a todos los perros, deportándolos y abandonándolos para morir en la Isla de la Basura, a dónde va a parar todo lo que ya no es considerado productivo para la raza dominante. El exilio de los perros funciona como metáfora de la exclusión y la injusticia, tanto más espeluznante, en la medida en que no parece para nada imposible. Si durante el siglo XX y el siglo XI los seres humanos han sido capaces de exterminarse unos a otros, de meterse mutuamente en campos de concentración, de torturar y masacrar pueblos enteros, ¿qué nos hace creer que no harían lo mismo con los perros? Este film animado nos invita a una reflexión sobre la crueldad y la miseria humana, y la facilidad con la que seríamos capaces de descartar incluso a nuestros más fieles compañeros, si amenazaran nuestros intereses.
Una vez formulada esta premisa inicial, todo parece funcionar bien, hasta que una escena nos obliga a preguntarnos: ¿Qué rol cumplen las perras, la parte feminizada del grupo vulnerado, en este universo que se plantea?
En dicha escena, los personajes principales atisban a una figura en el horizonte, sobre una montaña de desperdicios. Se trata de Nutmeg, el único personaje femenino en esa Isla de Perros al que se nos da la oportunidad de conocer (aunque la palabra conocer tal vez sea demasiado generosa). Su figura se recorta contra el cielo anaranjado, hermosa y misteriosa. Desde el primer momento se la ubica en el lugar de lo Otro, lo diferente, y sobre todo, lo que existe nada más para ser mirado. Los perros la observan, fascinados, con los ojos abiertos de par en par. Desaparece, con la misma rápidez y rodeada del mismo halo de misterio con él que apareció.
Este momento de espectacularización del cuerpo de Nutmeg es seguido, por qué no, ya que estaban, por un poco de slutshaming: Duke no tarda en hacer mención de los rumores sobre ella y los perros con los que supuestamente estuvo.
La representación de Nutmeg como espectáculo sólo se hace más fuerte mientras más nos enteramos de ella (aunque nunca nos enteramos demasiado, pues no sería un personaje femenino de Wes Anderson sino estuviera delegada al terreno de lo misterioso y lo incomprensible). En la única escena en la que dice más de 4 de líneas de diálogo seguidas, nos enteramos de que solía ser un perro de competición, cuyo trabajo era ser hermosa y hacer trucos para el entretenimiento de un público. Este parece ser el principal atractivo para Chief, que en varias ocasiones le pide que le enseñe sus trucos, y en esos momentos se nos abre una puerta a su interioridad, a la imagen mental que se construye de Nutmeg con su disfraz, balanceando pelotas en su nariz. Pero nunca sucede al revés, la puerta a la interioridad y la imaginación de Nutmeg nunca se abre. Por otro lado, en esa misma escena, Chief en seguida se encarga de ubicarla en un lugar de inferioridad y fragilidad, al declarar que “esa isla no es un para un perro como ella”.
Y si existía una manera de trasladar toda la hegemonía y los parámetros imposibles de belleza de Hollywood a un perrro animado, Wes Anderson la perfeccionó. Mientras que a los personajes masculinos de la Isla de la Basura dónde habitan los perros exiliados se les permite estar mugrientos, esqueléticos y hartos, pelear con garras y dientes por comida y expresar todo su enojo, a Nutmeg no se le permite correrse ni un centímetro del ideal de feminidad bella, prolija y delicada: su pelaje esta limpio y sedoso, su figura es escultural, y ante situaciones que deberían ser desesperantes presenta una templanza inexplicable. Toda ella se construye a partir de la idealización y la mirada externa. No hay ningún interés por profundizar en su psicología, ni por descifrar nada de su identidad, sus angustias, sus miedos o sus deseos.
Nutmeg responde a una larga tradición de personajes femeninos en Wes Anderson, que son representadas exclusivamente como un premio o un incoveniente para el héroe. En los mundos simétricos y cromáticamente coordinados de Wes Anderson, las mujeres (o en este caso, las perras) sólo se ganan el derecho a existir en relación a los hombres (o los perros). Aparecen como intereses románticos, como esposas, como madres o como un desafío más para el protagonista.
Incluso parecen responder a la vieja dicotomía del Hollywood más clásico: la Prostituta vs. la Santa, la femme fatale (Nutmeg) vs la madre abnegada ( Peppermint, la pareja de Spots). Esta última no tiene ni una sola línea de diálogo, y actúa más como una pieza de escenografía rodeada de cachorros que como un personaje.
En esta isla de perros, pareciera que las perras sólo importan en tanto su capacidad para reproducirse. Esto es algo que se sugiere toda la película, y se refuerza con más claridad que nunca al final, cuando Chief, en un intento de finalmente acercarse a Nutmeg, le pregunta si sigue en contra de traer cachorros a ese mundo. La propuesta no es “me gustaría que nos conocieramos mejor” (porque no olvidemos que se trata de personajes que hasta ese momento han tenido dos conversaciones) ni “me gustas, por tal y tal razón”, ni “querría que seamos compañeros en esta nueva vida que empieza”. La propuesta es, lisa y llanamente: “¿Querrías tener hijos conmigo?”. Y la eventual respuesta afirmativa de ella (que no llega a verbalizarse en esta escena, pero se nos dan indicaciones de que así será) es una victoria más para el protagonista, sobre la que no se profundiza, porque su importancia radica nada más que en eso: el rol que ella está dispuesta a cumplir en el final feliz de él. La atención nunca está puesta sobre ella como personaje, como ser sintiente, sino como accesorio y vehículo para la realización del héroe masculino, Chief.
Los personajes femeninos del grupo oprimido no participan del momento cúlmine de batalla y la liberación, ni de ninguna de las escenas claves de la historia. En esta película, toda acción, toda tiranía, y también toda rebelión, están en manos de los perros y los hombres. Ellas quedan relegadas al detrás de escena, a los roles de sostén y cuidado silencioso, a la pasividad y la invisibilidad. No se las invita a participar de la revolución, ni de la construcción posterior del mundo por venir.
No se le puede negar a Isla de Perros que construye, a partir del vínculo milenario entre perros y humanes, una brillante metáfora de la invasión y la opresión, los regímenes totalitarios y la construcción de comunidad. Y lo hace desde una mirada sociológica, metódica y sumamente inteligente. Pero en toda esa crítica cuidadosamente construida, hay algo que me cuesta creer que haya sido intencionado. Más bien, responde a una lógica patriarcal arraigada en lo más profundo de nuestra concepción del mundo, de la que no podemos desligarnos, ni siquiera cuando intentamos mirar el mundo con hocicos y cuatro patas. Wes Anderson intentó exponer, a través de la humanización de los perros, lo más injusto y despiadado de las formas de organización humanas. Y en algún sentido lo logró, porque en el medio se le escapó, sin darse cuenta, su propia misoginia. Es en ese traspaso perfecto de nuestras características más humanas a otra especie, donde se hace visible lo más sexista de la nuestra.