Entre la honestidad y la desesperanza: El cine de David Fincher

“Qué enfermos y ridículos títeres somos

y en qué escenario asqueroso bailamos

sin saber que no somos nada. 

No somos lo que se pretendía.” 

  • Se7en 

En toda la extensa filmografía de Fincher, hay una línea de diálogo en particular que ha dado lugar a incontables especulaciones y debates. Una declaración que, después del despliegue de violencia y muerte que acabamos de ver frente a nuestros ojos, se siente inevitablemente como el cumplimiento a regañadientes de un mandato hollywoodense: la obligación de despedir a una audiencia esperanzada y mínimamente conforme con la sociedad en la que viven. Se trata de la reflexión del detective Somerset (Morgan Freeman) sobre una cita de Hemingway:  

 “-El mundo es un gran lugar, y vale la pena pelear por él. Estoy de acuerdo con la segunda afirmación.”

El mundo del policial negro nunca estuvo pensado para ser un mundo esperanzador, y Se7en es, tal vez, uno de los negros más puros y oscuros que ha visto el cine en las últimas décadas. Esta afirmación resulta todavía más extraña, saliendo de la boca de un personaje que, hacia el final de su carrera, está convencido de que su trabajo no es combatir la crueldad en el mundo, sino simplemente registrarla, catalogarla y archivarla. En el mundo de Se7en, todas las superficies pintadas están descascaradas, todas las paredes tienen manchas de humedad, todas las bocinas aturden, todas las fotografías existen solo para ser manchadas con sangre, todas las víctimas mueren solas. Es como si el infierno se hubiera volcado sobre las calles. 

El policial clásico se basa en la creencia de que a través de la diligencia, el trabajo arduo y el sacrificio de un puñado de hombres de bien el orden siempre podrá ser restaurado. Se7en no sólo nos deja con la desgarradora sensación de que no hay restauración posible, sino que nos hace preguntarnos si alguna vez existió el orden. Si alguna vez hubo algo así como un balance entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, o si el mundo no es sólo una amalgama de tonos grises, grises tristes y sucios, la mayoría de los cuales se acercan más al negro de lo que nos gustaría admitir. 

Fincher utiliza los tópicos de este modelo clásico (la pareja dispareja, el detective veterano cansado y desesperanzado, el detective joven impulsivo e idealista, el asesino en serie con un plan de acción claro, etc) para hacernos sentir cómodes en nuestro lugar de espectadores, para hacernos sentir como que podemos predecir lo que va a pasar… y luego destruye todas nuestras expectativas. El asesino se entrega cuando todavía queda media hora de película, rompiendo todos los paradigmas, y dejando en claro que la resolución no depende de la valentía ni la inteligencia de los héroes. El criminal está muy lejos de ser la bestia salvaje que nos imaginábamos, sino todo lo contrario: es una persona culta, leída y elocuente, con un aura de serenidad y frialdad. Incluso la cuestión de la locura, a la que tanto recurrimos para explicarnos a nosotros mismos la figura del asesino serial, es puesta en duda. Somerset incluso contradice a Milles, diciendo que está desestimando al asesino al llamarlo “lunático.” 

La estructura organizada alrededor de los 7 pecados capitales nos da una sensación de orden y de finalidad, en el fondo estamos tranquiles porque contamos con la seguridad de que una vez que se llegue al séptimo crimen todo acabará, para bien o para mal. Pero esa tranquilidad está muy lejos de la sensación que produce el final de Se7en. Milles cede, renunciando a la virtud que hasta entonces parecía ser lo único en lo que creía; y en la lucha filosófica entre el pesimismo y el optimismo, el último sale perdiendo. El caos y la muerte parecen extenderse eternamente hacia adelante; y no podemos encontrar ningún consuelo en la locura ni la psicopatía. La lluvia incesante, la tormenta que azota la ciudad de principio a fin, no da ninguna señal de estar a punto de pasar. 

Y el Malvado es el único vencedor. El Malvado es el que ha estado en control toda la película, El Malvado es el que manipula los tiempos de la narración (algo muy similar a lo que sucede en Gone Girl) y, sobre todo, es El Malvado quien nos explica el mundo. El Malvado a quien ni siquiera es correcto llamar “Malvado”, porque su propia existencia refuta la teoría de que existe un orden en el mundo, un Bien y un Mal como fuerzas antagónicas en constante conflicto. Fincher construye un universo en el que las cosas, para los crueles, simplemente salen bien. Esta operación, de por sí inquietante, se vuelve todavía más perturbadora al entender que no retrata a  la crueldad como una fuerza abstracta, como un ente inherente al universo y preexistente a todes nosotres (como lo es, por ejemplo, “El Mal” en el cine de John Carpenter). Si algo afirma la celebrada (pero también incomprendida)  Se7en, es que todes somos capaces de cualquier nivel de maldad, en tanto encontremos una manera de justificarnos a nosotres mismes nuestras acciones. En otras palabras: no hace falta sufrir de un trastorno mental para convertirse en un asesino serial.  

En Gone Girl, vemos a una Amy Dunne fría y calculadora, y ante todo, brillante. Sabe leer los puntos débiles de la sociedad en la que está inmersa, sabe exactamente que decir para destruir a quienes quiere destruir, y tiene un conocimiento tan profundo de la manera en la que las mujeres son percibidas en su entorno que utiliza todas estas expectativas para ponerlas a su favor (aunque resulte en métodos, innegablemente, de mal gusto). Se camufla detrás de todos los roles que alguna vez fueron esperados de ella (la novia ideal, la esposa perfecta, la esposa golpeada, la víctima de acoso, la futura madre) para construir exactamente la narrativa que necesita para salirse con la suya, sin en verdad ser ninguna de ellas. De una manera similar a Tyler, de Fight Club, canaliza su inconformismo por medio de la violencia (esta vez no física, sino psicológica) y la destrucción (no del cuerpo, sino de imagen pública de su marido). A través de Amy Dunne, Fincher problematiza la capacidad de destrucción que hay detrás de las grandes inteligencias. 

En resumen, Fincher construye un mundo en donde las “malas” personas ganan; pero ante todo, un mundo en donde cualquiera tiene la potencialidad de encarnar la maldad. Y lo más angustiante no es eso, es la apatía con la que nos comportamos frente a la maldad que se inflige sobre otres. La apatía de una sociedad que no se percata que un hombre estuvo un año atado a su cama porque seguía pagando sus cuentas, o de que una prostituta está muriendo desangrada en una habitación de hotel; una sociedad que no se hace cargo de la desigualdad en los roles de género hasta que surge la sospecha de un femicidio. 

La inquietud sobre la potencialidad de crueldad que existe en todes nosotres y nuestra  indiferencia frente al sufrimiento ajeno atraviesa toda su obra, y no se reduce solamente a la situación límite de un asesino serial. Se ve, de una manera similar aunque diferente, en The Social Network: a pesar de que en la última escena se nos deja muy en claro que el personaje ha quedado solo en el mundo y es profundamente infeliz, la verdad es, lisa y llanamente, la siguiente: es un hombre misógino, egoísta, desagradable, que ha traicionado a todas las personas que alguna vez confiaron en él…y es el hombre con más dinero y poder del mundo. Y en el fondo, a nadie le importa el hecho de que todes contribuimos diariamente a que se mantenga en esa posición de poder, a nadie le importa regalarle sus datos más personales, a nadie le importa confirmar su rol de emperador del mundo occidental con cada cuenta que abren y con cada like que dan. 

Tal vez de ahí venga algo de la fascinación del público por Fincher: se siente honesto, de una forma en la que los directores de Hollywood no suelen serlo. Al analizar su filmografía, tal vez lo que deberíamos preguntarnos no es si Somerset realmente se cree esas palabras que dice al final de Se7en, sino si el propio Fincher considera que vale la pena pelear por el mundo.

Se pueden establecer ciertos paralelismos entre el protagonista sin nombre de Fight Club y Nicholas, el protagonista de The Game. Ambos son engranajes dentro de la máquina capitalista, que habilita el mundo violenta gobernado por el “sálvese quien pueda” que vemos en Se7en. Pero Nicholas es un engranaje con muchísimo más poder, que lejos de dedicarse al trabajo manual, maneja los enormes flujos de dinero del mercado financiero estadounidense. Encerrado en su oficina y su mansión lujosa y vacía, Nicholas es el epítome de la soledad, el aislamiento y la apatía. Su posición privilegiada como heredero de una gran fortuna ha creado una muralla entre él y el resto del mundo, hasta el punto en que es incapaz de deshacerse de la sombra de su padre, y también parece ser incapaz de establecer cualquier tipo de conexión humana. El más claro ejemplo de esto es la conversación telefónica que mantiene con Elizabeth, su ex-esposa, el día de su cumpleaños. Es absolutamente indiferente al hecho de que está cumpliendo la misma edad que tenía su padre cuando se suicidó, o al hecho de que la persona que alguna vez amó está felizmente casada, formando una familia con alguien más. A su vez, el suicidio de su padre es algo que lo acecha constantemente, por momentos como un dolor nunca procesado, por momentos como un amenazante foreshadowing. Un indicio de que así es exactamente cómo terminará, porque, al igual que su padre, rechaza a todas las personas que intentan preocuparse por él. Fiel al imaginario de Fincher, esta cuestión nos abre puerta a la idea, pesimista si las hay, de que llevamos en nuestros genes los conflictos no resueltos de nuestros xadres. De que en nuestro ADN viene secuenciado también nuestro destino- y es muy, muy dificil huir de él.  De que no nos convertimos en algo, sino que ya lo somos.

En este sentido, la atención al detalle en cada plano característica de Fincher cobra más fuerza que nunca. En la primera secuencia, Nicholas se coloca un reloj con una dedicación grabada en la parte de atrás: “En tu cumpleaños número 18, el reloj de tu padre. Con amor, mamá.” ¿Qué significa ese regalo? ¿Es un gesto de amor, o una condena?  

Con este pequeño objeto, se nos da un indicio de que Nicholas nunca tuvo la chance de ser algo diferente. A pesar de todo el poder que le confiere su estatus, ese poder no se traduce en libertad- y muchísimo menos en felicidad. Este film muestra tal vez el costado más sentimental de Fincher, ya que la reflexión final es muy sencilla, pero no por eso menos necesaria: no existe felicidad sin conexión humana, y la única manera de establecer conexiones verdaderas es enfrentando a nuestros fantasmas. The Game es una anomalía dentro de la filmografía de Fincher, en el sentido de que es la única que cuenta con una final feliz para su protagonista. Pero no deja de despertarnos despierta la inquietud: ¿que será de nosotres, los seres de a pie, que simplemente llevamos adelante nuestras vidas como podemos, y no tenemos acceso a un juego de realidad virtual que nos haga sanar nuestros traumas?

Fight Club es otro film de Fincher cuyo protagonista se nos presenta como un típico muñeco capitalista insatisfecho, una pieza en una máquina de consumo que trabaja 8 horas al día en una oficina monocromática y gasta su sueldo decorando su sala de estar para que sea lo más parecida posible a las que ve en las revistas. Su vida da un giro de 180 grados al conocer a Tyler, su antítesis: sexy, impulsivo, contestatario, ante todo, libre, libre en todos los sentidos en que el narrador no puede serlo. Juntos inician el “Club de la Pelea”: un grupo de hombres que sienten que no tienen propósito ni lugar en la historia se reúnen para golpearse brutalmente entre ellos y sentirse vivos- como si el dolor físico y el peligro de la integridad de sus cuerpos fuera lo único que pudiera despertarlos del sopor capitalista en el que existen. Esta actividad deriva en actos de vandalismo en contra de los grandes signos del consumismo, en las palabras de Tyler, “una guerra espiritual” en contra del sistema. Sin embargo, no sólo el anarquismo y la violencia prueban no ser una solución adecuada para los problemas del narrador, sino que al final nos enteramos de que Tyler, el compañero que lo ayudó a despertar de su alienación y a reunir a su pequeño ejército no es nada más que un producto de su imaginación. El sueño de libertad y anarquía se convierte, de un segundo al otro, en un delirio esquizofrénico. La resistencia al sistema capitalista se reduce a una patología, y lo único que podemos llevarnos es la afirmación de que, si vas en contra de la corriente, eso sólo puede significar que estás absolutamente demente. Podríamos pensar a Fight Club como una continuación del pesimismo de Se7en, llevado hacia el extremo en otra dirección: se puede ser un asesino serial sin ser un psicópata, pero no se puede luchar contra el capitalismo sin ser un esquizofrénico con personalidades múltiples. Cualquier ser humano puede matar o engañar con frialdad y sadismo; pero sólo un loco puede destruir a palazos un Starbucks. Nuestro lado más genuinamente inconformista y más genuinamente libre solo puede leerse, en estos tiempos y en este mundo, como el doble oscuro que terminará acabando con nuestra sanidad. 

Finalmente…¿vale la pena pelear por el mundo? 

Ni el mismo Fincher sabe responder esta pregunta, y tal vez lo más admirable sea que no intenta engañar a nadie. No intenta llenar los silencios ni contestar lo incostestable, no intenta tapar sus agujeros. Si algo se le puede reconocer a Fincher, es que jamás apunta a la comodidad. Jamás apunta a lo digestivo. Sus mensajes son, en más de una ocasión, problemáticos, contradictorios, y ambiguos- porque responden a los mundos problemáticos, contradictorios y ambiguos que despliega sobre la pantalla. Sus películas no son manifiestos políticos ni gritos de guerra, ni siquiera las que intentan serlo con todas sus fuerzas. Pareciera que hay personajes, pareciera que hay guiones que desean, desde lo más profundo de su ser, decir que NO, decirle que no a algo, a lo que sea, que desean negarse a firmar la paz con las miserias de la vida. Pero el mundo, gris y sucio, se les viene encima, una y otra vez, hasta que al grito no le queda más que transformarse en un susurro. Una voz susurrante, casi imperceptible, proveniente del rincón más oscuro de una biblioteca adolorida y polvorienta, que canturrea incesantemente: “Qué enfermos y ridículos títeres somos, y en qué asqueroso escenario bailamos…”

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